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Jueves 02 de Julio de 2020 - 9:50pm

Violación y asesinato de Angélica, la guerrillera

Crónica escrita por Lerber Dimas, investigador académico experto en seguridad. Hace parte de una serie de relatos sobre la oscura época paramilitar.
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La niebla que en algunos momentos era mágica ocultaba un terrible momento: la muerte acechaba en medio del blanco; denso y frío. La sierra alberga paisajes agrestes, que dejan impávido los sentidos, paisajes dulces y paisajes voraces: es un acontecimiento único conocerla; su belleza es inimaginable, así como es inagotable las expresiones de vida: los pájaros, ríos y montañas que cantan al unísono con el viento helado que les empuja el nevado.

La guerrilla esta diezmada. La nueva estrategia paramilitar era acabar la base y dejarlo incomunicados –que se los coma la montaña o que vivan como animales- porque no merecen más. Eran continuamente las charlas de motivación que los paramilitares recibían por parte de sus superiores. Pero no solo era esa la motivación: había que hacer del enemigo un digno personaje al que se tenía que atacar con fuerza y sin remordimientos. Hasta la semilla, el germen del comunismo hay que acabarlo.

Asumo que muchas veces las personas callan o escuchan solamente lo que quieren escuchar puesto que ese odio, que tanto se inculcaba en el otro, se multiplicaba en ellos. La guerrilla, mata, degolla, cobra vacuna, acaba con el trabajo. Los paramilitares también lo hacían solo que con mayor sevicia.

12 era el número de combatientes designados para hacer un registro rutinario por las cabeceras de la montaña, por allá donde el frío se convierte en pequeños fragmentos de hielo y el pasto es más verde; también, más húmedo. Difícil es avanzar puesto que la niebla entra y sale sin pedir permiso. Es a la única que le está permitido, en este tiempo de flagelación, hacer lo que su naturaleza le indique. Al fondo del páramo el que iba al frente de esa escuadra divisa unos plásticos negros en forma de carpas y dentro de ellos, no más de 6 guerrilleros atrincherados por el frío y por el hambre.

La estrategia fue rodearlos y disparar sin contemplación. Esperar el momento indicado, el instante preciso en que la neblina bajara su intensidad y les permitiera ver al enemigo, que seguía resguardado del frío y la lluvia, que empezaba a caer. Sin embargo, en posición, la neblina no se disipaba y el desespero del comandante era evidente: tenían 20 días de estar caminando, sin encontrar nada, el cansancio los agobiaba y tantos días en la montaña, durmiendo en el monte y a la espera de una emboscada, los tenía alterados. A unos pasos de allí estaba lo que sería su recompensa, el pago por el tiempo abrumador que habían pasado.

Por sus mentes estaban las altas cordilleras con atravesaron con morral al hombro, la comida enlatada que prácticamente había absorbido el olor y el sabor del metal. A unos cuantos metros estaba la recompensa, lo que los haría llegar victoriosos y con una historia de muerte más.

Eran las 2 pm., y la niebla se negaba a irse. De golpe, dio un pequeño espacio y el comandante dio la orden de fuego. Ráfagas de fusil pasaron el plástico negro y las balas zumbaban al rozar los verdes pastizales. La niebla, de la misma forma como se había ido, regreso: se negaba a soportar sobre sus cauces o su regazo unas tumbas más. Se negaba a recibir otro llano más.

El combate no fue intenso. Hubo algunos disparos por parte de los guerrilleros y para cuando la neblina se disipó por completo allí estaba Angélica, vestida de pantalón camuflado y botas plásticas, con una chaqueta sucia y con una bala de fusil en su pierna que había destrozado el peroné. No había nadie más. Los demás lograron escapar. Solo ella, un viejo Fal y una herida sangrando. Y el terror al verse entre 12 hombres dispuestos a cualquier cosa a cambio de nada. 12 hombres con capacidad de hacer todo el daño posible e infligir lo peor del ser humano, sobre ella, indefensa y asustada.

No la golpearon, pero si la arrastraron hasta un lugar alto, en medio de los gritos que padecía por el dolor y el miedo a lo inevitable.

Angélica era de tez blanca y de ojos café. Delgada y de piernas largas: tenía un cuerpo torneado por las extensas caminatas y cargar sobre sus espaldas un morral y un fusil y sobre su pecho unos senos grandes, que quizá le producían el mismo peso y cansancio que el morral. Era una mujer increíblemente bella, asustada y mal herida.

Los paramilitares le quitaron el camuflado y las botas. Le arrancaron las botas llenas de sangre sin la más mínima delicadeza, no grito, pero el dolor hizo que se desmayara. Cuando volvió en sí, tenía frío: le habían quitado la ropa; estaba desnuda y sobre su pierna un improvisado torniquete para evitar que muriera desangrada.

Durante dos horas seguidas fue interrogada, con sus manos cubría sus partes íntimas, se sentía humillada, pero no decía nada, ni de la situación ni de los demás compañeros. Solo que fue reclutada cuando era menor y que ella no quería eso para su vida, quería volver al campo, esta vez a sembrarlo a lado de sus viejos. Los paramilitares estaban ansiosos de información pero ella no podía decirles más. Se habían alejado de un columna y regresaban a ella, ¿Dónde estaba? En la serranía siguiente, la del Perijá. Eso lo sabían los paramilitares pero insistían en otra información que fuera de utilidad para ellos.

La prometieron llevarla donde un médico, de no hacerle daño, era una mujer; le ofrecieron trabajo en las filas para que delatara a otros compañeros. Le pintaban el cielo y el mar; ella callada, sabía que nada era cierto y su piel había cambiado radicalmente de color. Su tez blanca, a la falta de sangre, era pálida.

La orden del comandante fue tajante: cómansela. Y la alegría desbordó. En menos de un minuto 10 personas hacían fila al frente de su cuerpo desnudo. De manera brusca la tiraron al suelo y le abrieron las piernas, quitaron sus manos de las partes íntimas y así hasta que todos pasaron y desahogaron su furia, su falta de placer y su ansia de sangre. Ella inmóvil solo esperaba a que no le ultrajaran mucho la pierna derecha; la abría más evitando el dolor; ellos pensaba que era placer lo que sentía y le gritaban palabras vulgares, ella solo quería proteger la herida, porque el alma y el cuerpo ya estaban destrozados.

Después que todos pasaron ella permaneció con las piernas abiertas y los brazos extendidos. Estaba humillada, cansada y con el peso de muchos hombres que habían maltratado sus senos, los habían mordidos y le habían rasgados los pezones. Sin fuerzas para respirar y unas cuantas lagrimas escurrían por su cara.

En un acto de valentía uno de los que estaban al mando y no participó de la faena, saco la pistola y le disparo. Acabó con la miseria que habían causado en esa mujer, que nunca dijo nada de sus compañeros y que creyó en que no la matarían.

Tres de ellos hicieron un improvisado hueco y yo, quien me atrevo a darle a usted este relato. Fui el segundo que pasó por su cuerpo, hoy lo lamento porque no olvido el cuerpo de esa mujer tirado en piso, humillado, destrozado por la furia de los hombres insensibles que nos llevan a la guerra. Supe que se llamaba Angélica porque así lo dijo. Cuando mi comando la mató ya no había nada en ella. No había nada que pudiera salvarse: le quitamos todo.  

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