El ocaso de El Rodadero

La que fuera una de las zonas más paradisiacas de Santa Marta, hoy es un rincón olvidado sin ley ni orden. Las problemáticas y la falta de autoridad saltan a la vista.

El Rodadero es lo más parecido a un gran Sanandresito, escribía –palabras más, palabras menos– Adolfo Zableh hace un par de años. Hoy, la situación no es mejor. De hecho, podríamos cambiarle el nombre a este rincón de Santa Marta por uno que refleje lo que se vive a diario y ponerle “El Rodadero al infierno (en chanclas)”.

Algunas voces han venido alertando sobre el ocaso de este lugar desde hace tiempo. En El siguiente programa, por ejemplo, Alberto Velilla hizo una nota sobre el turismo conocido como “paseo de olla”, para relatar cómo este se iba apoderando poco a poco del balneario. Ahora, resulta triste decirlo, es completamente suyo. Lo más lamentable es que esto ha ocurrido bajo la mirada silenciosa y cómplice de las diferentes autoridades. Basta un rápido recorrido por El Rodadero para advertir cuáles son sus problemáticas. Hay tantas que no sé cuál abordar primero. Aquí van algunas.

La propagación de los Sanandresitos a un ritmo exponencial y sin control alguno. Donde antes funcionaban diferentes tipos de negocios, se construyeron locales comerciales para la venta de chancletas, camisetas, boyas para el mar, mochilas, tragos, chocolates, etcétera. Lo que me parece increíble, y quisiera que algún día me lo explicaran, es cómo subsisten, ya que no existe variedad alguna entre la mercancía. ¡Todos venden exactamente lo mismo! No tienen ninguna gracia y pocas veces veo clientes. ¿Cómo se mantienen? ¿Quién es el proveedor de todos? ¿Ahí estará la bolita?

Pero no solo es un gran Sanandresito, también parece un restaurante gigantesco. Intenten caminar por los andenes de El Rodadero: ¡es imposible! Gran parte de ellos están invadidos por sillas rimax de restaurantes de los que sale un aroma – y no precisamente uno que invite a visitarlos– que se apodera, igualmente, de las calles. Eso no es todo, además hay, en cada esquina, puestos de comida callejera. Estos, como todo en la ciudad, crecen sin que haya control alguno por parte de la Alcaldía. La oferta es diversa: fritos, perros calientes, ceviches, chuzos, sopas, almuerzos, jugos, en fin… Me imagino que las entidades encargadas de verificar la sanidad y el manejo de alimentos los están visitando periódicamente (¡Ya voy, Toño!).

Y hay más: si a usted le gustan las mochilas wayuu, ya no es necesario que vaya a Riohacha para conseguirlas: en los andenes de El Rodadero puede encontrar a unas 15 mujeres pertenecientes a esta etnia, listas para venderle la mercancía expuesta o para confeccionarle algo a su gusto. Algunos podrían pensar que estoy en contra del trabajo informal. La respuesta es un categórico no. Me parece muy bien que la gente busque ganarse la vida de una forma honrada y digna, pero parte de ese ejercicio es cumplir con las normas bajo las cuales se encuentran los establecimientos constituidos de forma legal y que contribuyen pagando sus impuestos.

Pero, esperen, que la lista de problemáticas sigue… ¿Qué me dicen del Camellón de El Rodadero? Este lugar es lamentable desde todo punto de vista. Allí se hacen presentes todos los males posibles para alejar al turismo. Gran parte de este sitio tiene las baldosas levantadas o huecos y, claro, ventas por todos lados. ¡Es un caos monumental! ¿Qué pasó al fin con la iniciativa de cerrar las playas? ¿Sigue vigente esa medida? Me compadezco de los vecinos del Camellón, pues tienen que soportar, toda la noche y toda la madrugada, los equipos de sonido que llevan los visitantes o a los conjuntos vallenatos entonando canciones. Eso sin mencionar los problemas más serios: venta de alcohol y de drogas, prostitución… ¿Dónde está la autoridad?

Y claro, como cualquier otro sector de Santa Marta, El Rodadero también padece la problemática de la falta de agua potable y el exceso, en cambio, de aguas negras que terminan volcadas en las vías públicas. La situación es tan dramática que la escena de los carrotanques suministrando el preciado líquido ya es parte del paisaje, así como lo son las aguas negras en gran parte de las esquinas, en especial, en temporada alta.

Para cerrar, quisiera hablarles de un tema sobre el que me he venido quejando insistentemente en mis redes sociales, así como ante las autoridades pertinentes, sin encontrar solución alguna: las llamadas –e insufribles– chivas rumberas. Pensaría que no es posible encontrar un mejor ejemplo con el que se pueda explicar la violación de tantas leyes de Tránsito y del nuevo Código de Policía. Yo me pregunto: ¿Pagan impuestos? ¿Pagan los derechos de autor a Sayco y Acinpro? ¿Quién les hace control? Les aseguro que si les practican una visita desde diferentes entes, quedaría en evidencia que no cumplen con ninguna norma, y no me refiero solo a las de Tránsito. En estas chivas hay venta de alcohol y consumo por parte de menores. Además, producen una contaminación auditiva realmente enloquecedora, pues sus potentes equipos suenan a todo taco durante el día y la noche; también visual, porque la gran mayoría de ellas tiene luces de discoteca. En un día de operativo, definitivamente se llevarían una sorpresa.

Podría extenderme, porque los problemas, lamentablemente, no acaban aquí, pero por hoy acá lo dejo. Claro, no sin antes insistir en que es necesario que la Alcaldía mire nuevamente hacia El Rodadero. Esta administración y la anterior han sumido a este rincón de Santa Marta en el olvido. No damos más. Es hora de recuperar El Rodadero que todos añoramos y soñamos.